sábado, 19 de septiembre de 2015

Opio en las nubes (Rafael Chaparro Madiedo, 1991)

(Género: estampas de ciudad)


Fumando el opio
La gran expectativa con la cual se inicia la lectura de Opio en las nubes se va diluyendo tramo a tramo en la paciencia y la modorra en las que termina uno por instalarse para poder remar hacia adelante en una obra que no quiere llevar al lector hacia ninguna parte y que, finalmente, se desvanece en el aire como una espesa bocanada de humo.
La obra empieza bien y parece continuar bien hasta más o menos la mitad, pero entonces el artificio de su construcción se desgasta, se desvencija, y todo se hace repetitivo, predecible y aburrido. No todo está echado a perder: de vez en cuando la lectura se torna atractiva y colorida gracias a los relámpagos de energía narrativa o de sulfuro poético en los que Chaparro muestra sus habilidades, pero definitivamente es evidente que el esfuerzo se queda en eso, en un esfuerzo que no logra florecer debidamente hasta madurar en un fruto más vigoroso, más profundo.
No voy a negar que el librito logra entusiasmarlo a uno, que le arranca con fresco desenfado una que otra sonrisa, que sabe inyectar sus cuotas de nostalgia de cosas vividas y no vividas en la adolescencia y en la temprana adultez, que cuenta con un par de instantáneas efervescentes y que está taquiada de metáforas achispadas; pero el autor definitivamente se pasa de confianza con la tozudez de una voz afanada y sorda, tan concentrada en sí misma que ―en lugar de haberse detenido a tiempo para organizar el asunto― termina por empalagar y cansar (que es lo que consigue quien habla mucho y dice poco).
¿De qué trata Opio en las nubes?
Opio en las nubes no es una novela; es acaso el borrador de una novela escrita en clave de monólogo frenético y disperso: una serie de papeles sueltos (estampas) en las que aparecen pintados momentos de la vida de tres personajes femeninos (Amarilla, Marciana y Régine), cuatro personajes masculinos (Sven, Gary Gilmour, Max y Alain) y dos gatos (Pink Tomate y Lerner). Un puñado de microhistorias o anécdotas ebrias, trasnochadas y díscolas de seres marginales, descontentos y en ejecución de una vida pretendidamente loca y atigrada como recurso supuestamente contestatario ante la aburrida y pastosa rutina del común de los mortales que todos los días madruga, se baña (si hay agua) y se va a trabajar. Como si la vida nocturna, callejera, lumpen y marginal no fuera una de las formas más sosas y banales del aburrimiento.
Opio no es una novela sino un centón de retazos: cortos, pequeñas prosas poéticas con estribillos trip trip trip, qué cosa tan seria, tinto negro, te vi perro, etc., etc., que el autor usa como pegamento para rellenar fisuras (verbales, estructurales, entre frases o párrafos, y emocionales en los meandros de los soliloquios de los personajes o del narrador). Opio no es una novela porque las situaciones son demasiado fugaces e inconexas (no hay una historia vigorosa y memorable), y dentro de tales situaciones, la evolución, el desarrollo, el crecimiento o el detrimento de los personajes es infinitesimal: tan pronto comienzan, tan pronto se presentan, la novela se acaba. No hay un desarrollo psicológico de estos; de su vida apenas se colige que la vida es una mierda y que hay que beber y enamorarse y salir corriendo y hacer locuras por la locura misma (ni siquiera por superar la locura que es el sistema).
Comienzan en la demencia de vivir o morir intensamente, para terminar casi de inmediato un poco retirados de su comercio con la vida loca que han enarbolado, un poco entregados a la muerte repentina, a la soledad anónima, a la locura anodina y al destino vacío de una ciudad caprichosamente derruida y en llamas. Pero no hay construcción de personajes en el sentido redondo de la expresión, simplemente un día están tirando en un baño en medio de una intoxicación, y a la página siguiente están muriendo en una explosión de drogas o huyendo en un barquito hacia ninguna parte determinada. Los personajes, así, terminan por ser un pretexto para las divagaciones de la voz que parece ser el único protagonista de la historia.
En efecto, es tal el embale del narrador, que este no se da cuenta que cuando habla en primera persona Sven, Gary Gilmour o Alain no hay lugar a un cambio de registro: la voz no respeta la identidad de los personajes, los deja en un segundo plano, los menosprecia y abandona. Todos los personajes hablan igual, todos son devorados y aplastados por el afán vocinglero del narrador.
Por supuesto que lo que más le interesa a Opio es adoptar la postura de mostrarse bien lejos de la novelita recién afeitada, de cabello limpio y bien peinado con recatada sonrisa y seriedad garantizada. La postura de Opio es la de uñas y dientes con tufo y olores corporales acumulados en densas gotas de sudor de resaca. Es, más que la niña, la perra desobediente y que gruñe ante lo establecido como políticamente correcto, pero que le es fiel a su jauría y a su terquedad juvenil. Eso lo logra y eso es lo que ha hecho que se venda y se lea bastante.
En este sentido la obra es una antinovela, que se aleja tanto del canon, que queda al margen de un buen producto de calidad literaria: un remedo de novela, un balido quejumbroso que, de pronto, habría podido ser un potente rugido.
¿Qué significa la obra?
Para mí significa un pequeño y florido fracaso literario, que difícilmente llegará a conocer algún éxito fuera del ámbito local, pero que embriaga de manera facilonga a sus desprevenidos fans que la han encumbrado gracias a un restringido o precoz espectro de placeres literarios. Fracaso porque deja a los lectores con las manos vacías, los deja esperando algo que no se da. Y florido en dos sentidos: por una parte, su escritura muestra potencia verbal (juegos de palabras, reiteraciones, metáforas, estribillos de canciones, etc.), y, por otra, ha sido ampliamente leída y alabada porque no es exigente para con los lectores y porque reviste forma de novela, de literatura, de Libro (que es una construcción cultural importante) que transgrede los tabús sociales totemizados por nuestra cultura: los olores corporales, el sexo fugaz, la pornografía, la prostitución, las adicciones, el rock, el hospital psiquiátrico.
En Colombia ―aunque mejor lo ha dicho Darío RodríguezOpio en las nubes se ha convertido en el reflejo soñado, en el “canto épico” de un sector social (la clase media-alta y media) de un par de generaciones que se descubrió urbana (recién parida de un mundo rural y agrario a un mundo urbano y abierto a un cosmopolitismo aún en ciernes) y que se sorprendió ejerciendo una ciudadanía con un paso más allá del sombrero, la ruana, la corbata y la música de cafetín con la que se habían hecho hombres sus padres y sus abuelos. Y tal canto ―en dicho núcleo social, y en otros que se le han venido inscribiendo― es un canto auténtico de odio al sistema establecido, es la expresión de contracultura en la que tales generaciones encuentran una voz que las representa y que les ayuda a sentirse menos provincianos y pacatos en una sociedad que todavía no ha logrado mirarse a los ojos sin ropa y no sentir que la desvergüenza está por todas partes; pero es un canto literariamente trunco.
Lo bueno
Lo que tiene de bueno el Opio es la voz y la actitud de la voz, su fuerza emotiva que sabe despertar sensaciones. Tiene poder su chisporroteo de alegrías amargas, de enérgicos desmanes libertarios en busca de burlar las absurdas aburriciones del sistema, de vitalidad infantil y rastrera y rayana en la locura, su chisporroteo de poesía tierna, cruel y desenfadada, sus cuotas de nocturno alegato adolescente y sus cuotas gordas de apego a una época vivida en una Bogotá mitad real mitad alucinada pero siempre salpicada de rock, drogas y alcohol de finales de los ochenta e inicios de los noventa. Tiene, digámoslo así, personalidad: una personalidad que se quiere urbana, irreverente, marginal, poética y tierna; una personalidad que se define por estar empapada en alcohol, en sudor, en inmadurez, en sexo callejero, en el descomplique de andar sin rumbo por una ciudad sin rumbo y pretender enamorarse sin rumbo, al amparo de la música y el estribillo lumpen-poético.
Lo maluco
Lo maluco es que se queda en eso, en la mera voz, y pierde el equilibrio con eso que se disfruta a intervalos en la lectura, para caer en la acumulación de situaciones deshilvanadas y caprichosamente enhebradas por la monótona voz del narrador que termina por tener el efecto de una letanía inveterada que vuelve aguanosa y desteñida la obra: lo que le da brillo la opaca. Y la opaca porque no admite evolución literaria, sino que termina convertida en un cúmulo de incongruencias retóricas que la tornan ligera, tonta, aburrida, insípida y en más de un momento hasta ridícula.
Conclusión
Yo pienso que Opio es el boceto de lo que pudo haber sido una gran novela. Así como nos tocó conocerla es apenas una colección de flores acomodadas con premura en un cajón desbarajustado.
El máximo valor de Opio es que rebosa de ganas de mandarlo todo a la mierda. El gran defecto es que la monotonía de la voz, al cabo, termina por parecerse a un lector computarizado de PDF, trip trip trip. Es un monólogo que les pasa por encima a todos los personajes negándoles la identidad.
Opio, en todo caso, es un arrume de hojas sueltas como son las hojas sueltas de los días, en especial de los días empañados de alcohol y soledad y angustia existencial y hastío y obsecración y sexo y delirio y poesía, y por eso se ha convertido fácilmente en credo para jóvenes desprevenidos. Pero a Opio le falta trascendencia, se queda en ese mascar el mismo chicle como quien reza un gangoso credo y se reniega a dar un paso más allá, por eso la novela termina en nada. En un silencio repentino, en un diario baladí (el de Alain) y en la despedida inocua de los amantes bajo el telón de una ciudad en guerra, en el total acabose sin contexto, sin asidero y, al cabo, sin mayores consecuencias.
Coda editorial
La edición que llegó a mis manos es la de la Editorial Babilonia con copyright de 2002. Con una encuadernación de calidad (cosida y pegada al lomo), pero con un papel de demasiado gramaje, el libro, como objeto, resulta demasiado duro para su manipulación. Es incómodo tenerlo entre manos mientras se lee. Además, la diagramación es defectuosa: con renglones que brincan y líneas encalaveradas. La materialidad de la edición tiene buenas intenciones, pero tiene buenos defectos.
Pero el mayor esperpento de la edición es el prólogo insufrible de Fabio Rubiano, que supera con creces la novela en su calidad de vacío. No aporta elementos para la lectura, no enriquece la experiencia de los lectores, en fin, parece que la obra le importa un pito y que no sabe desde dónde abordarla. Se limita a decir perogrulladas sobre sus personajes y el espacio. Quizás lo único auténtico (tristemente auténtico) del prologuista es que se inclina en la desvergüenza de confesar que una de las motivaciones que lo llevó a realizar la adaptación para teatro de Opio en las nubes era poderle ver las tetas a una de las actrices....(Qué cosa tan seria).

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