sábado, 19 de septiembre de 2015

Opio en las nubes (Rafael Chaparro Madiedo, 1991)

(Género: estampas de ciudad)


Fumando el opio
La gran expectativa con la cual se inicia la lectura de Opio en las nubes se va diluyendo tramo a tramo en la paciencia y la modorra en las que termina uno por instalarse para poder remar hacia adelante en una obra que no quiere llevar al lector hacia ninguna parte y que, finalmente, se desvanece en el aire como una espesa bocanada de humo.
La obra empieza bien y parece continuar bien hasta más o menos la mitad, pero entonces el artificio de su construcción se desgasta, se desvencija, y todo se hace repetitivo, predecible y aburrido. No todo está echado a perder: de vez en cuando la lectura se torna atractiva y colorida gracias a los relámpagos de energía narrativa o de sulfuro poético en los que Chaparro muestra sus habilidades, pero definitivamente es evidente que el esfuerzo se queda en eso, en un esfuerzo que no logra florecer debidamente hasta madurar en un fruto más vigoroso, más profundo.
No voy a negar que el librito logra entusiasmarlo a uno, que le arranca con fresco desenfado una que otra sonrisa, que sabe inyectar sus cuotas de nostalgia de cosas vividas y no vividas en la adolescencia y en la temprana adultez, que cuenta con un par de instantáneas efervescentes y que está taquiada de metáforas achispadas; pero el autor definitivamente se pasa de confianza con la tozudez de una voz afanada y sorda, tan concentrada en sí misma que ―en lugar de haberse detenido a tiempo para organizar el asunto― termina por empalagar y cansar (que es lo que consigue quien habla mucho y dice poco).
¿De qué trata Opio en las nubes?
Opio en las nubes no es una novela; es acaso el borrador de una novela escrita en clave de monólogo frenético y disperso: una serie de papeles sueltos (estampas) en las que aparecen pintados momentos de la vida de tres personajes femeninos (Amarilla, Marciana y Régine), cuatro personajes masculinos (Sven, Gary Gilmour, Max y Alain) y dos gatos (Pink Tomate y Lerner). Un puñado de microhistorias o anécdotas ebrias, trasnochadas y díscolas de seres marginales, descontentos y en ejecución de una vida pretendidamente loca y atigrada como recurso supuestamente contestatario ante la aburrida y pastosa rutina del común de los mortales que todos los días madruga, se baña (si hay agua) y se va a trabajar. Como si la vida nocturna, callejera, lumpen y marginal no fuera una de las formas más sosas y banales del aburrimiento.
Opio no es una novela sino un centón de retazos: cortos, pequeñas prosas poéticas con estribillos trip trip trip, qué cosa tan seria, tinto negro, te vi perro, etc., etc., que el autor usa como pegamento para rellenar fisuras (verbales, estructurales, entre frases o párrafos, y emocionales en los meandros de los soliloquios de los personajes o del narrador). Opio no es una novela porque las situaciones son demasiado fugaces e inconexas (no hay una historia vigorosa y memorable), y dentro de tales situaciones, la evolución, el desarrollo, el crecimiento o el detrimento de los personajes es infinitesimal: tan pronto comienzan, tan pronto se presentan, la novela se acaba. No hay un desarrollo psicológico de estos; de su vida apenas se colige que la vida es una mierda y que hay que beber y enamorarse y salir corriendo y hacer locuras por la locura misma (ni siquiera por superar la locura que es el sistema).
Comienzan en la demencia de vivir o morir intensamente, para terminar casi de inmediato un poco retirados de su comercio con la vida loca que han enarbolado, un poco entregados a la muerte repentina, a la soledad anónima, a la locura anodina y al destino vacío de una ciudad caprichosamente derruida y en llamas. Pero no hay construcción de personajes en el sentido redondo de la expresión, simplemente un día están tirando en un baño en medio de una intoxicación, y a la página siguiente están muriendo en una explosión de drogas o huyendo en un barquito hacia ninguna parte determinada. Los personajes, así, terminan por ser un pretexto para las divagaciones de la voz que parece ser el único protagonista de la historia.
En efecto, es tal el embale del narrador, que este no se da cuenta que cuando habla en primera persona Sven, Gary Gilmour o Alain no hay lugar a un cambio de registro: la voz no respeta la identidad de los personajes, los deja en un segundo plano, los menosprecia y abandona. Todos los personajes hablan igual, todos son devorados y aplastados por el afán vocinglero del narrador.
Por supuesto que lo que más le interesa a Opio es adoptar la postura de mostrarse bien lejos de la novelita recién afeitada, de cabello limpio y bien peinado con recatada sonrisa y seriedad garantizada. La postura de Opio es la de uñas y dientes con tufo y olores corporales acumulados en densas gotas de sudor de resaca. Es, más que la niña, la perra desobediente y que gruñe ante lo establecido como políticamente correcto, pero que le es fiel a su jauría y a su terquedad juvenil. Eso lo logra y eso es lo que ha hecho que se venda y se lea bastante.
En este sentido la obra es una antinovela, que se aleja tanto del canon, que queda al margen de un buen producto de calidad literaria: un remedo de novela, un balido quejumbroso que, de pronto, habría podido ser un potente rugido.
¿Qué significa la obra?
Para mí significa un pequeño y florido fracaso literario, que difícilmente llegará a conocer algún éxito fuera del ámbito local, pero que embriaga de manera facilonga a sus desprevenidos fans que la han encumbrado gracias a un restringido o precoz espectro de placeres literarios. Fracaso porque deja a los lectores con las manos vacías, los deja esperando algo que no se da. Y florido en dos sentidos: por una parte, su escritura muestra potencia verbal (juegos de palabras, reiteraciones, metáforas, estribillos de canciones, etc.), y, por otra, ha sido ampliamente leída y alabada porque no es exigente para con los lectores y porque reviste forma de novela, de literatura, de Libro (que es una construcción cultural importante) que transgrede los tabús sociales totemizados por nuestra cultura: los olores corporales, el sexo fugaz, la pornografía, la prostitución, las adicciones, el rock, el hospital psiquiátrico.
En Colombia ―aunque mejor lo ha dicho Darío RodríguezOpio en las nubes se ha convertido en el reflejo soñado, en el “canto épico” de un sector social (la clase media-alta y media) de un par de generaciones que se descubrió urbana (recién parida de un mundo rural y agrario a un mundo urbano y abierto a un cosmopolitismo aún en ciernes) y que se sorprendió ejerciendo una ciudadanía con un paso más allá del sombrero, la ruana, la corbata y la música de cafetín con la que se habían hecho hombres sus padres y sus abuelos. Y tal canto ―en dicho núcleo social, y en otros que se le han venido inscribiendo― es un canto auténtico de odio al sistema establecido, es la expresión de contracultura en la que tales generaciones encuentran una voz que las representa y que les ayuda a sentirse menos provincianos y pacatos en una sociedad que todavía no ha logrado mirarse a los ojos sin ropa y no sentir que la desvergüenza está por todas partes; pero es un canto literariamente trunco.
Lo bueno
Lo que tiene de bueno el Opio es la voz y la actitud de la voz, su fuerza emotiva que sabe despertar sensaciones. Tiene poder su chisporroteo de alegrías amargas, de enérgicos desmanes libertarios en busca de burlar las absurdas aburriciones del sistema, de vitalidad infantil y rastrera y rayana en la locura, su chisporroteo de poesía tierna, cruel y desenfadada, sus cuotas de nocturno alegato adolescente y sus cuotas gordas de apego a una época vivida en una Bogotá mitad real mitad alucinada pero siempre salpicada de rock, drogas y alcohol de finales de los ochenta e inicios de los noventa. Tiene, digámoslo así, personalidad: una personalidad que se quiere urbana, irreverente, marginal, poética y tierna; una personalidad que se define por estar empapada en alcohol, en sudor, en inmadurez, en sexo callejero, en el descomplique de andar sin rumbo por una ciudad sin rumbo y pretender enamorarse sin rumbo, al amparo de la música y el estribillo lumpen-poético.
Lo maluco
Lo maluco es que se queda en eso, en la mera voz, y pierde el equilibrio con eso que se disfruta a intervalos en la lectura, para caer en la acumulación de situaciones deshilvanadas y caprichosamente enhebradas por la monótona voz del narrador que termina por tener el efecto de una letanía inveterada que vuelve aguanosa y desteñida la obra: lo que le da brillo la opaca. Y la opaca porque no admite evolución literaria, sino que termina convertida en un cúmulo de incongruencias retóricas que la tornan ligera, tonta, aburrida, insípida y en más de un momento hasta ridícula.
Conclusión
Yo pienso que Opio es el boceto de lo que pudo haber sido una gran novela. Así como nos tocó conocerla es apenas una colección de flores acomodadas con premura en un cajón desbarajustado.
El máximo valor de Opio es que rebosa de ganas de mandarlo todo a la mierda. El gran defecto es que la monotonía de la voz, al cabo, termina por parecerse a un lector computarizado de PDF, trip trip trip. Es un monólogo que les pasa por encima a todos los personajes negándoles la identidad.
Opio, en todo caso, es un arrume de hojas sueltas como son las hojas sueltas de los días, en especial de los días empañados de alcohol y soledad y angustia existencial y hastío y obsecración y sexo y delirio y poesía, y por eso se ha convertido fácilmente en credo para jóvenes desprevenidos. Pero a Opio le falta trascendencia, se queda en ese mascar el mismo chicle como quien reza un gangoso credo y se reniega a dar un paso más allá, por eso la novela termina en nada. En un silencio repentino, en un diario baladí (el de Alain) y en la despedida inocua de los amantes bajo el telón de una ciudad en guerra, en el total acabose sin contexto, sin asidero y, al cabo, sin mayores consecuencias.
Coda editorial
La edición que llegó a mis manos es la de la Editorial Babilonia con copyright de 2002. Con una encuadernación de calidad (cosida y pegada al lomo), pero con un papel de demasiado gramaje, el libro, como objeto, resulta demasiado duro para su manipulación. Es incómodo tenerlo entre manos mientras se lee. Además, la diagramación es defectuosa: con renglones que brincan y líneas encalaveradas. La materialidad de la edición tiene buenas intenciones, pero tiene buenos defectos.
Pero el mayor esperpento de la edición es el prólogo insufrible de Fabio Rubiano, que supera con creces la novela en su calidad de vacío. No aporta elementos para la lectura, no enriquece la experiencia de los lectores, en fin, parece que la obra le importa un pito y que no sabe desde dónde abordarla. Se limita a decir perogrulladas sobre sus personajes y el espacio. Quizás lo único auténtico (tristemente auténtico) del prologuista es que se inclina en la desvergüenza de confesar que una de las motivaciones que lo llevó a realizar la adaptación para teatro de Opio en las nubes era poderle ver las tetas a una de las actrices....(Qué cosa tan seria).

sábado, 12 de septiembre de 2015

Kafka en la orilla (Haruki Murakami, 2003)

(Género: drama  de Bildungsroman en estuche de novela onírica)


La primera impresión
Recién lo empiezo a leer y me tiene maravillado, encantado. Su estilo es trasparente como el más fino cristal. Parece libre de pretensiones y muy sincero el narrador. Dos historias que se cuentan en simultánea, pero con dos registros muy diferentes. Una es casi una aventura, una película de carretera, con un narrador en el que parece predominar la primera persona, y que cautiva porque el espíritu juvenil y fresco del protagonista se combina con unos paisajes de preciosura japonesa como solo ciertas fotografías y películas de Miyazaky saben trasmitir. La otra historia es un caso de misteriosa “posesión” o trastorno que sufren unos pequeños en una salida al campo durante plena segunda guerra mundial. Esta está narrada a manera de entrevistas transcritas encontradas en archivos secretos de los EE. UU., que fueron liberados para el público después de la aprobación de ciertas leyes. No sabemos para dónde nos lleva Murakami con esto... y solo dan ganas de seguir leyendo. El conjuro de ilusión está perfectamente logrado.
Impresión al final
Hoy es dos de septiembre de 2015. La mañana está espléndidamente cristalina y soleada, pero hace frío. Tengo muchas ganas de hablar de mil cosas, pero el propósito central es hablar de mi primer contacto con Murakami: la lectura de Kafka en la orilla.
Anoche justo terminé de leer esta novela y debo decir que me invadió de inmediato un fuerte sentimiento de nostalgia por los personajes. En efecto, he de decir que leer a Murakami me significó tres momentos principales: la fuerte emoción de enfrentarme a una historia nueva muy potente y contada con ágil claridad; un segundo momento de decepción porque no me esperaba una entrada tan incisiva de la fantasía (de una fantasía que no logra hilvanarse lógicamente, que es demasiado caprichosa y que le resta brillo a lo poderoso de la trama, como cuando aparece Johnnie Walken [sic], por ejemplo, cantando el estribillo de los enanos trabajadores de la Blanca Nieves de Walt Disney mientras destaza gatos); y un momento final de nostalgia por el mundo que se cierra tras el punto final.
¿De qué se trata Kafka en la orilla
Kafka en la orilla son dos grandes historias cuyo desarrollo presenta un comportamiento asintótico. Por esta razón, podemos preguntarnos de qué se trata cada historia y, eventualmente, de qué va su conjunción.
Historia de Kafka Tamura. La historia de Kafka Tamura es una historia sobre la búsqueda de sí mismo y de la superación-asimilación de los amargos sabores de la vida y del destino, mediante el ejercicio de la autonomía para escribir la propia historia. Es, en este sentido, una Bildungsroman o novela de crecimiento, de aprendizaje, de maduración de un adolescente. Tamura aprende a enfrentar de manera activa y no pasiva el destino, aprende a ser coartífice ―hasta donde le es posible― de su propia historia y de su sino mediante la aceptación. Tamura aprende, en síntesis, a superarse a sí mismo: lo que hace es cumplir, casi de manera autónoma, con la profecía que lo asedia.
Kafka Tamura quiere escapar de su padre, quiere hacer su propia vida y alejarse de un padre que no lo quiere, que lo rechaza y que, además, le profetiza la desgracia edípica de matar a su padre, enamorarse de y copular con su propia madre y, de encime con su hermana. Tamura quiere escapar de su padre y de la profecía, pero, paradójicamente, al alejarse la cumple casi por completo: participa de algún modo en (y se complace con) la muerte de su padre, se enamora de su madre, se acuesta con ella (que es la “hipótesis que no se refuta” en la novela), bebe de la sangre de su madre (¿para constatar que ella está dispuesta a darlo todo de sí en un intento extremo por resarcir el abandono?) y una probable hermana (Sakura) lo masturba (y el la copula hasta venirse dentro de ella en un sueño). Él asume semejante fatalidad con entrega inocente (Kafka Tamura no muestra el más mínimo remordimiento por nada de esto, a lo sumo, sabe que no es lo corriente, tiene miedo, pero no se pone en actitud de lucha por evitarlo) y al mismo tiempo logra escribir su propia historia: se puede decir que supera la profecía aceptándola, ejecutándola, más bien por amor romántico y sexual por su madre, y por odio y desinterés contra su padre. Al aceptar la venida de la profecía y al ser cómplice de la ejecución de esta, al disfrutarla de manera más bien irreflexiva y resignada (aunque no sin ciertos resquemores), se da la oportunidad de cerrar esa herida que lo desgarraba (que era el haber sido abandonado por su madre a la edad de cuatro años y ser maldecido por el padre).
Se podría decir que Tamura ―irónica, tácita e inocentemente― se venga de sus padres (se venga del abandono de su madre y de la maldición y desprecio de su padre) al ejecutar la profecía, y al hacerlo se libera del lastre de amarguras ―del negro rencor― que lo acosaban; se renueva, madura, para tener la clara conciencia de que debe volver a su vida: volver a Tokio, acabar el colegio y entonces sí hacer su vida auténtica, libre de resentimientos y de rebeldías enconosas.
Además de superar el rencor con las vivencias en Takamatsu y en Kochi, Tamura conoce el amor y conoce el valor de la amistad: supera la soledad, y aunque al final de la novela sigue siendo un solitario, es ahora un solitario con amigos (Oshima y el hermano de Oshima) y con un pasado enriquecido por la experiencia amorosa. La experiencia amorosa es conocida por Tamura no solo de manera directa con su madre (la señora Saeki, que le brinda amor romántico-sexual y amor maternal), sino de manera indirecta al conocer el drama amoroso de su madre con el joven cuya muerte la amargó para siempre, y al conocer el drama amoroso y sexual de Oshima. Además, encuentra en Oshima el sabor de la sólida amistad desinteresada. Así mismo, al conocer la verdadera historia de amor de la señora Saeki y del drama sexual de Oshima, Tamura encuentra que él no es el único que vive una tragedia o una situación difícil, sino que los demás también llevan consigo su pequeño infierno y su pequeño paraíso.
Nakata. Nakata más que una historia es un personaje puro y absolutamente solitario. Relegado por la sociedad debido a sus dificultades mentales, se convierte en un asceta, libre de deseo sexual y de ambiciones terrenales, con una vida simple rodeada de placeres sencillos y con gatos como los mejores amigos. Su vida es completamente inocente y pura hasta que se ve confrontado ante una situación extrema que le obliga a elegir entre permitir el asesinato doloroso de inocentes gatitos y asesinar él mismo al indolente matarife.
Nakata vive la aventura de un héroe anónima, silenciosa y estoicamente, sin proclamar sus angustias, pero con una alta conciencia del deber, de lo que está bien y lo que está mal. La historia de Nakata está fuertemente ligada a la del joven Hoshino, que se convierte en su cómplice y que aprende con él y a través de él a comprometerse más con las situaciones a las que lo enfrenta la vida. La historia de Nakata nos habla de la paciencia y la constancia al perseguir un objetivo, así, en principio, dicho objetivo no esté del todo claro: siempre debemos ir en la dirección indicada así no sepamos lo que vamos a encontrar. Se trata de una metáfora de la vida, a la que hay que seguir y trabajar por ella sin saber a dónde va a parar.
En conjunción las dos historias... nos hablan de la búsqueda, del trasegar hacia un fin más bien incierto pero necesario, irrevocable, y de realizar ese camino con altura, con dignidad, fuerza y decisión.
¿Qué significa esta novela? 
Además de hablarnos de la entrega a la búsqueda y de la dignidad que hay en ella (la dignidad que tiene la búsqueda en sí misma y la dignidad con que hay que hacerla), que es a lo que se refiere la trama de la novela, Murakami, a través de ella, también nos invita a disfrutar de la vida (del amor, del sexo, de la música, de la soledad, de la comida, del sueño, del ejercicio, de la charla, de la amistad, del sol, de la lluvia, de los libros...) y a soñar, a dejarnos arrastrar por los sueños, a no esperar una explicación lógica para todo y a vivir con entrega, a vivir a manos llenas la vida. Haber leído Kafka en la orilla ha sido una experiencia deliciosa. Cito a Carla, con cuya opinión coincido: “Kafka en la orilla, debajo de toda su fantasía, es una novela sobre la madurez, sobre dejar el pasado atrás por muy trágico que sea y continuar viviendo, porque la vida realmente merece la pena”.
Buenos personajes que se debaten entre lo onírico y lo cotidiano
La presencia de lo cotidiano es muy importante en la novela: disfrutar de un ruidoso y conversado almuerzo en un sudoroso restaurante de camioneros, contemplar el mar, tener una dulce o trascendental charla al calor de un buen café, ir a cagar, ser masturbado por una chica mayor, cocinar, caminar solitariamente en la noche, dormir, contemplar las estrellas, entablar una conversación con un desconocido, hacer ejercicio, etc. Hay un sinfín de momentos en la novela que pintan la cotidianidad de la vida, en parte muy japonesa (como los lugares donde se consigue comida barata, los jardines-templo sintoísta o la forma de viajar), en parte universal o global (como escuchar a Prince o hablar por celular).
Murakami sabe pintar con delicadeza, sencillez, naturalidad y fuerza esos momentos, de tal modo que pese a ser “de lo más normales” se convierten en algo especial e inolvidable para el lector, como la lluvia recia golpeando el cuerpo desnudo de Tamura cuando este se halla en la cabaña y siente el impulso de salir a bañarse en medio de tremendo aguacero; o cuando Sakura lo masturba; cuando empaca las cosas para irse de casa; cuando pasa la primera noche en la cabaña de la montaña; cuando Oshima lo lleva en su auto deportivo surcando una carretera infinita, en la noche, a alta velocidad y oyendo música deliciosa; el descubrimiento de la biblioteca Komura; Nakata y Hoshino esperando en el apartamento, acariciando “la piedra de la entrada” mientras cae una poderosa tormenta.
El desarrollo de los hechos en la novela es imparable, tiene mucho de peli de carretera, de viaje, a lo cual se suma a una excelente caracterización de personajes. Lo especial del personaje de Tamura es la vitalidad, la disciplina, el espíritu de goce intelectual con la música y los libros, la conciencia de la necesidad de formación física y mental, todo ello como herramienta para su búsqueda, la búsqueda de sí mismo. Inocencia, soledad y determinación son características comunes de Nakata y Tamura.
 Los cuatro personajes señeros de la novela se vuelven entrañables (Tamura y Oshima, Nakata y Hoshino). Indudablemente es una novela de personajes. No obstante, todo ese brillo se opaca por la entrada rotunda de lo fantástico-caprichoso. Hay que ejercer una fortísima bajada de guardia del mundo lógico para poder seguir andando por la historia.
Para mí no fue nada fácil superar esa fuerte incursión de la fantasía ―(que otros llaman novela onírica), porque no me lo esperaba y porque va contra toda lógica; las ocurrencias se escapan incluso a la lógica interna del mundo novelado―, pero la fuerza de los personajes principales y la elegancia y fluidez de la narración habían acumulado para entonces (página 350, más o menos) tal carga de poder que me sentí impelido a no abandonar la lectura: por cariño a los personajes y por la curiosidad de saber en qué iba a terminar todo aquello que, a la altura de la mencionada página, ya estaba lo bastante madurado como para tener una mínima idea del relleno que se iba a depositar en las 350 páginas restantes.
Fue necesario aceptar de tajo esa presencia onírico-fantástica y dejar correr el agua para ver a dónde iba a parar el asunto. De hecho, para poder soportar que de repente se aparezca un perro que habla así porque sí, o el coronel de KFC para orientar, así porque sí, a Nakata y al joven Hoshino en la búsqueda de “la piedra de la entrada” que ellos mismos no sabían en qué lugar se encontraba ni por qué la buscaban, hube de pensar en la Ilíada, en la que es necesario aceptar que un dios se aparezca así, de repente, y solucione una situación de la forma más arbitraria... (Pienso que Murakami, por haber estudiado literatura y teatro griegos en la universidad, pero, sobre todo, por tener encima la cultura manga (connatural en su país), inserta toda esta sinfonía fantástica en su novela de la manera más tranquila. Dicha sinfonía, no obstante, aparece en convivencia con el calor, la gracia y la profundidad de las situaciones más cotidianas, más íntimas y también más intensas, dotadas de una humanidad que nos envuelve también con su magia.
Lo mejor
Lo mejor de la novela son los personajes (Tamura, Oshima, Nakata y Hoshino). Tienen personalidades y encarnan valores perfectamente bien definidos. También es deliciosa la combinación de la música, con las conversaciones de los personajes y el dinamismo de la historia, en medio de situaciones de preciosa intensidad.
El zapato en la piedra
La saturación onírica es difícil de superar, en especial, porque no hay una lógica interna que la haga necesaria. Se siente, más de una vez, que las situaciones surreales son un capricho narrativo que hay que aguantar. La historia pierde efectividad al dilatarse en pasajes como el del mundo que hay detrás del bosque de Kochi y al que llega Tamura en compañía de los soldados o la incursión sexual de Hoshino con la prostituta que le provee el coronel de KFC. Hay que llenarse de una buena dosis de paciencia para que la historia se hilvane de nuevo y aparezca arbitraria, pero finalmente la señora Saeki para decirle a Tamura que tiene que superar la situación y volver a su vida de colegial.
Lo de aguantarse a Johnnie Walker, el coronel de KFC como personajes importantes para la trama pero en todo caso bastante circenses me parece un recurso extremo y baladí. La presencia de todo esto no se justifica; solo está sostenida, insisto, por la curiosidad de ver para dónde va todo, por la fuerza de las situaciones y de la fantasía misma (que es como estar a medio trayecto en la parte aburrida de un largo tobogán pero no poder o no querer bajarse para ver si al final hay una curva interesante o un buen estanque en el cual caer, id est, la paciencia del pálido lector.
En conclusión
A mí Murakami, en este mi primer acercamiento a su obra, me gustó porque me hizo sentir muchas cosas y me transmitió imágenes y reflexiones maravillosas. Lo mejor de todo es que su lectura me emocionó, en especial, en el espectacular arranque de la novela (y por arranque me refiero a las primeras 350 páginas, o sea, media novela). Su prosa en esta obra es serena pero contundente y llena de hormonas adolescentes, acompañadas de una buena banda sonora. Digamos que Murakami sabe llevarlo a uno al punto máximo de tensión narrativa para soltarlo allí en medio de una disolución psicodélica en la que se chapalea con cierta rabia y angustia hasta llegar a la preciada orilla. Con cierta desesperación, digo (uno se pega mucho de la lógica de la historia, y eso hace que la fantasía sea harto estorbosa), porque hasta cierto punto el concierto de irrealidad llega a resultar entretenido, tiene el encanto de un sueño magnífico a pesar de que emborrona la historia principal. Es incoherente y traído de los cabellos, pero en momentos llega a ser luminoso. 
Así, pues, para leer Kafka en la orilla (y dicen que para leer a Murakami) hay que entrar en absoluta comunión con su sueño o despertar y cerrar el libro para siempre.