domingo, 20 de diciembre de 2015

El chico (James Hanley, 1931)




(Género: Bildungsroman invertido o trunco; expresionismo británico de entreguerras)


























El mar moldea. El mar enseña.
El Chico

El golpe de gracia

Leer El chico es una experiencia estremecedora. Las circunstancias allí narradas por Hanley producen una sensación de dolor que se prolonga ―e incluso se acentúa― más allá de la última página. En buena medida, el lector padece ―como el chico, como Arthur Fearon― ese continuado y brutal resquebrajamiento de la inocencia, porque no se imagina nunca que la historia que se abre en la primera página con la anécdota casi pintoresca del chico distraído en clase, amenazado y humillado por su recio profesor, sea apenas la boca del túnel que conduce al más oscuro universo de desprecio e indolencia por la infancia; un desprecio y una indolencia que no conocerán la saciedad hasta lograr sepultar el tierno candor y el instinto de supervivencia del chico en el sobrecogedor mar del olvido y la indiferencia.
De hecho, en medio de la gradación golpe-a-golpe con la que el chico va siendo sumergido en las tinieblas a lo largo de la narración, el lector permanece atento al “giro de tuerca” que enderece o alivie de algún modo la vida de Arthur ―algo que signifique cuando menos un pequeño triunfo, un liviano homenaje a las grietas de esperanza por él forjadas para seguir a delante―; pero dicho giro no llega nunca, al menos no en la forma esperada, sino como un torque chirriante hacia la tufarada de muerte con la que se cierra la novela.
Semejante golpe de dolor se queda retumbando con mayor fuerza en la mente del lector, cuando este se percata de que la muerte de Arthur Fearon no ha significado prácticamente nada para quienes lo conocieron: incluso para sus padres y para el capitán del barco (los primeros ligados a él por la consanguineidad primigenia y el segundo, cercano por un cierto aire de buen sentido y unas ristras más de educación y visión que el resto de la tripulación del Hernian) Arthur Fearon no ha representado otra cosa que el colmo de la inutilidad y la tontería en mundo marcado por el utilitarismo y la gravosa explotación. A lo sumo, el recuerdo más importante de Fearon para ellos y para los marinos que lo acompañaron es el de la torpeza y la incapacidad del chico para incorporarse a los suplicios laborales del mundo adulto: a nadie le interesa su “pequeña” tragedia, nadie lo recordará como persona, con cariño; nadie, de quienes lo tuvieron cerca, reflexionará sobre su destino.

La denuncia y la potencia

¿Qué se propone Hanley con semejante torque de gracia? Más que los rigores del proletariado, a Hanley parece interesarle mostrar los extremos de indolencia alcanzados por la deshumanización instalada como “normalidad” por el culmen de la industrialización del Imperio británico, en el que el mar estaba harto lejos de significar un escape para los sectores menos favorecidos. El chico, en este sentido, conforma una denuncia, no del maltrato infantil ni del maltrato laboral de la época, sino de una sociedad insensibilizada, nublada, aletargada por la desprotección de un Imperio enceguecido por el brillo de sus arcas y el enorme poderío territorial alcanzado por el Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial.
Existen, en mi opinión, cuatro potentes válvulas que hacen que El chico navegue por la mente de quien lee con toda su potencia literaria: la indiferencia por el lector, la sobriedad de su prosa, el efecto de acumulación y la sexualidad pálida. La primera de ellas es la pretensión de indiferencia de la obra para con el lector: en ningún momento se percibe la intención de conmoverlo o de despertarle algún tipo de compasión con escenas hechas. Hanley simplemente deja que sea la historia la que hable por sí misma, con la más completa frialdad, sin poner énfasis en el poder expresivo con el que habría podido exceder las escenas. Son estas como tal, y no su efecto, lo que le interesa transmitir al narrador. No hay, en consecuencia, pasajes inútiles ni forzados.
La segunda fuente de energía literaria es que Hanley no se propone ningún efectismo lírico, no hay lugar a florituras, prolongaciones, retruécanos descriptivos u otro artificio de lucimiento para vanidad del autor. Una vez más, lo único que le preocupa a Hanley es contar de manera limpia y efectiva la historia de Arthur Fearon: la historia de un chico de trece años condenado a paladear en la ciudad portuaria de Liverpool y abordo del vapor Hernian ―como lo hicieron cientos de miles de niños en la boyante e industrializada Inglaterra victoriana y posvictoriana― las mieles amargas de la explotación y el abuso infantil.
El tercer recurso (que es el que dota de mayor contundencia a la historia) es el de la acumulación de desgracias hasta llegar al torque de gracia final. Cada una de las situaciones por las que va atravesando Arthur está destinada a incrementar el azote de la indiferencia y la presión desmesuradas sobre un infante que se esfuerza infructuosamente por dar lo mejor de sí. A cada situación desagradable o intolerable se sobrepone otra igual o peor, de manera tal que con cada paso que Arthur intenta dar fuera, se hunde más en la sentina de una existencia miserable; y aunque logra entrever que existe una luz afuera (como el momento en que les escribe una carta llena de buenos proyectos a sus padres), nunca logra siquiera llegar a rozarla con la punta de los dedos. Por el contrario, el chico está casi siempre lidiando con mierda ―en sentido literal o figurado―, con excremento, con la suciedad generada por otros: en la sentina real de su primer trabajo, limpiando los baños del Hernian, limpiando la mierda de debajo de la cama de uno de los marineros y recibiendo la suciedad de otros en plena cara (como cuando Donagan, en el prostíbulo, quiere que vuelva en sí y le arroja orines en la cara creyendo que es agua; o cuando en su segunda ida al burdel, la prostituta lo arroja “escaleras abajo entre la basura y la porquería”).
La historia de El chico es, por tanto, la historia de la lucha ardorosa (y en última instancia, desesperada) de la inocencia y del instinto de supervivencia contra oscuros poderes superiores, brutales e indiferentes. El desprecio y la humillación a las que Arthur Fearon es sometido por casi toda la tripulación terminan en los delirios febriles del aislamiento y en el titánico pero inútil esfuerzo para ganarse un lugar entre los integrantes de dicha tripulación (“un lugar en el mundo”). En medio de la cascada de maltratos físicos y verbales, en más de una ocasión, el chico se pregunta qué debe hacer, por qué lo tratan de modo semejante, y, ante la imposibilidad de una respuesta, tristemente lo reconforta la idea de que cualquier cosa será mejor que estar bajo el yugo de su bestial padre. Paradójicamente, la única vía de escape en la que llega a convertirse el Hernian es, al cabo, el descenso hacia la suma desgracia y el máximo horror: la muerte por sífilis infantil. Después de todo, el “lugar en el mundo” que Arthur Fearon logra conquistar es el reino de las tinieblas: la muerte.
La maestría de Hanley, en El chico, consiste justamente en no dejarse apresar como autor por la intensidad dramática de lo que cuenta ni procurar hacer con ello lirismo alguno. Esa conexión respetuosa del autor con lo contado es lo que le permite a Hanley conducir una narración sin concesiones para el lector, sin guiños ―y, en todo caso, sin rebajarse a la indecencia―, dejando descender las situaciones siempre un peldaño más abajo de lo que cabe esperar y sin transmitir con ello sensación alguna de falseamiento. Su tácita premisa como escritor es que la realidad representada se basta a sí misma para llevar al lector por el sendero del horror, de manera que consigue dar la impresión de que él, como autor, no tiene que esforzarse en intensificar nada.
El cuarto elemento potenciador de la intensidad dramática de la historia ―que se añade de manera prodigiosa al efecto de acumulación― está en la habilidad de Hanley para componer escenas en las que la sexualidad actúa como un monstruo mudable y sagaz, hambriento e implacable, cuya ponzoña se levanta sobre Arthur en el momento menos esperado, unas veces desde fuera y, otras, desde su propio interior. La presencia de la sexualidad florece en la novela como un siniestro leviatán que extiende sus tentáculos sobre Arthur, primero, como semilla en la forma del camarero que, apenas lo rescata de las garras de la muerte, lo intenta tocar echándosele encima; después, en la figura del cocinero, que también intenta desnudarlo y abusar de él; y más adelante, sin límite alguno, en los burdeles de Alejandría, en medio de un ambiente casi surreal de danzas nudistas propiciatorias, acompañadas del repiquetear de tambor de una vieja acuclillada, junto al sugestivo llamado del monstruo (“¡Ah! ¡Negrito! ¡Negrito!”) y el pestilente humo del tabaco, todo aquello al cobijo de una iluminación deficiente cuyo brillo opalino enardece las pupilas de los hombres y las mujeres allí congregados.
La sexualidad pálida (o sexualidad no deseada o por obligación) se erige, entonces, como poderosa angustia, con un aliento de un terror similar a aquel engendrado por una situación en la que se presiente la muerte. La sexualidad-muerte se desnuda sobre Fearon para revelársele como un delirio de terror:
El rostro sonriente de la chica quedó borrado. En su lugar vio una especie de espectro, a veces rojo, a veces blanco. Gimió. La habitación daba vueltas. A los lados de la cama se alzaban figuras grotescas, sin ojos, y sus facciones llevaban grabada una mueca idiota, necia y vacía. Corrían hacia él, retrocedían y volvían a acercarse. La cama se levantaba y caía como una ola gigantesca, y el sonido era nuevo. No era un crujido sino un siseo. El techo parecía descender sobre él, amenazando con aplastarlo. Fearon calló rodando de la cama. Donagan se inclinó sobre él. Entonces vio las manos apretadas, la saliva que se formaba en la boca y la espuma blanca que colgaba desde su boca hasta el suelo. Donagan se asustó, y el temor le provocó una súbita ira.
Después de semejante choque con una experiencia para la que no estaba preparado (y, para colmo, en el más sórdido de los ambientes), Fearon se convertirá en la burla de los marineros. La sexualidad, entonces, lo ha herido doblemente: con una penetración precoz y ultrajante en su vida psíquica y fisiológica, y con una bofetada en su orgullo por ser, ante los marineros, el chico que convulsionó en su primer encuentro con una prostituta. Su soledad y su espíritu de lucha le tienden la celada que lo obligará a buscar una segunda oportunidad en los burdeles portuarios de Alejandría. Una vez más, la experiencia de la sexualidad ―que debería encarnar uno de los máximos placeres― se tornará en Fearon, desde su propio deseo, en un alucinado y borrascoso paso por el arco de la cosificación, la fetidez y la ignominia: otra de las formas de no ser reconocido como ni tratado con la dignidad de una persona.

La novela embudo

Las vivencias de Arthur Fearon constituyen, entonces, experiencias atroces que se acumulan hasta un éxtasis de horror final. El chico es, en este sentido, una narración-embudo, cuyos sucesos se tragan a su personaje principal (y al lector) sin el menor resquicio de recuperación. Esa pronunciación de la curva de sucesos hacia el fondo de lo oscuro encarna una suerte de expresionismo, como forma adquirida por una Bildungsroman invertida: la “formación” por la que atraviesa el personaje principal es tan solo un tortuoso paso hacia la muerte, hacia el fin, hacia un desastre insuperable, que solo resulta provechoso para el lector atento y sensible. Se comprende, entonces, que la censura haya caído con todo su peso sobre la obra para cuando fue publicada por primera vez. La típica doble moral victoriana no quería ver su reflejo esperpéntico en semejante espejo. Inglaterra sería todo para los británicos menos eso. Por esta razón ―advierte Anthony Burgess en el prólogo de El chico―, Hanley ha sido condenado al olvido en su país.
No obstante, El chico sigue ahí con el dedo en la llaga, como la más pura expresión literaria del espanto que una y otra vez se sigue perpetrando (mucho más allá, en el tiempo y en el espacio, de la Inglaterra posvictoriana) gracias a la ignominia real de las naciones y de los hombres que las habitan: hace tan solo un par de días, cerca de las diez de la noche, frente a la Iglesia de Las Nieves en la cuidad de Bogotá, vi un niño de no más de diez años reclinado junto a un bolardo, recogido sobre sí mismo en convulsión incesante de llanto, perdido y hundido en su dolor tras alguna infamia ocasionada muy seguramente por un adulto; lloraba en medio del vórtice frío e indiferente de una ciudad infernal, en uno de sus lugares más peligrosos y desagradables, tirado en el piso, en medio de la suciedad, solo en medio de un mar de gente que pasaba indiferente; hoy a casi cien años después de que James Hanley publicara El chico.

viernes, 23 de octubre de 2015

Justine (Lawrence Durrell, 1957)

(Género: novela de culto / drama sensual y lírico)
He leído Justine, y aunque ha sido una experiencia interesante —porque además he logrado satisfacer una ya vieja y prolongada curiosidad—, no considero probable que llegue a leer los tres volúmenes restantes de El cuarteto de Alejandría. Quisiera creer ―como lo afirma Borges― que Durrell está en la lista de autores que, en mi caso, no son para uno, pero temo que hay desconciertos que van más allá del catálogo de las preferencias personales. Las razones por las cuales me ha quedado más un desencanto que un verdadero gusto hacia esta obra de Durrell se derivan de ciertos fallos instrumentales de Justine que me parece que malogran la experiencia de su lectura, experiencia de la cual dejo constancia en las líneas siguientes. 
Las sinuosas caricias de Justine (la lectura)
Lo más loable de Justine son las bellas descripciones de Alejandría, la efectiva narración de las distintas situaciones en las que se ven envueltos los personajes y el establecimiento del perfil de cada uno de ellos. Su lectura depara, en este sentido, el disfrute de gratos momentos líricos, de penetrantes instancias dramáticas y de escenas deslumbrantes de espanto o de belleza.
Un importante atractivo de la novela es la intensidad emocional que embriaga las vidas de los personajes, quienes viven en el extremo de sus pasiones y proyectan un contagioso vitalismo envuelto en un halo de constante melancolía. Otra de las características que logra hacerla llamativa es la técnica de narración no lineal en el tiempo, en la que se van entregando detalles fundamentales para la trama de manera sorpresiva y como al descuido (aunque Durrell termina por forzar demasiado el uso de este recurso, con un par de postergaciones innecesariamente extendidas).
En términos psicológicos, la novela tiene un gran poder de seducción, porque de ella se desprende todo el tiempo un elegante olor a labios, a piel, a sexo, a licor, a flores exóticas, a infidelidad, a fino polvo de oro, a voluptuosidad y a resaca; todo ello entremezclado de manera natural con elementos que incrementan la sensación de trascendencia que quiere transmitir la novela: elementos como la mezquindad, el dolor, la soledad, el hastío, la angustia, la pobreza y la vulgaridad de gente de la calle.
Tal es el aparato retórico con el que Justine consigue encantar a sus lectores (yo entre ellos), pero por debajo de esa fastuosa capa de brillantes, la novela adolece de un par de problemas insuperables. El más gravoso de ellos es la ausencia de un personaje principal fuerte, que se desarrolle, que madure, que se inflame con la contradicción de la cual es presa y que dé pie a la introspección. No hay un héroe (o antihéroe) cuyo peso bascule el torbellino de pasiones y relaciones cruzadas en el que se ven envueltos los personajes. Se diría que la figura principal podría estar entre el narrador o Justine, pero en ninguno de los dos la novela profundiza lo suficiente como para corporizar el drama que cada uno vive y escudriñar en el trasfondo del dolor y la desazón que los acosa.
¿Qué puede hacer un lector sin tener un personaje del cual enamorarse; abandonado, apenas, a los avatares de un grupo de personajes que no se deciden a crecer, sino que permanecen sujetos al tirano capricho de un autor que los usa para el beneficio solo de una historia de tintes amarillos con pose trascendental? Le toca entregarse al puro entretenimiento de gozar estéticamente de los pasajes y fantasear con la profundidad del drama que viven los personajes. Y como no hay personajes fuertes o dotados de un verdadero peso literario y humano, toda la energía queda depositada en la trama y en el dibujo de los personajes, lo cual da lugar a un segundo inconveniente: hechos y personajes se sienten sobreactuados, falsos, posudos, reforzados y, finalmente, huecos, inverosímiles.
¿Cómo sentirse acompañado por sombras que no se concretan ni superan un statu quo que no hace más que rodar en un carrusel de actos contradictorios y desprovistos de alma? Esta infidelidad al personaje, este elegante morbo por la mera historieta, por el puro hecho pasional recamado de veleidades poéticas y fingidos espasmos artísticos o intelectuales, es sufrido por todos los personajes que intervienen en Justine. Es por esto que a pesar de su planteamiento como una novela atractiva y punzante, efervescente de pasión, de calamidad y de belleza poética, Justine (al margen del tremendo experimento literario del que forma parte) se propone demasiado pero logra poco: se deja ahogar en su propia vanidad novelesca. En el juego que le ofrece al lector ―ese convulsivo laberinto de fogosidades, compuesto por diversos pasajes de lograda belleza literaria―, la novela acaba por encandilarse a sí misma, porque no logra revelar la profundidad vital del drama humano que se aloja en el corazón de los personajes.
Finalmente, además de la falta de fuerza de estos últimos, del fingimiento y la dudosa verosimilitud de ciertos acontecimientos, a mitad del libro ―más o menos en la tercera parte―, la novela se enfría, las inquietantes delicias de la trama se estancan, el camino se pierde en circunnavegaciones que, además, jamás se resuelven en Justine: los delirios históricos de Nessim, el trabajo del narrador como informante del servicio secreto y la presentación de Scobie (que es magistral en términos retóricos, pero cuyo valor para la trama, como el de los demás circunloquios, es inocuo). Tales interludios se convierten, entonces, en vados cenagosos a los que se sobrevive con fatiga gracias solo a la curiosidad de saber en qué puede terminar la sinuosa Justine. El resultado, por supuesto, es el de un sentimiento de frustrante superfluidad en la lectura.
En las últimas páginas, la novela intenta recuperar de manera tardía el encanto de su magia inicial, con la sorpresa de nuevas revelaciones sobre los personajes y con el anhelado cierre de la historia; a lo cual se suman las entusiastas pinceladas poéticas de los ‘Temas de trabajo’ (un apéndice juguetón que el autor inserta y que funciona a manera de alegre y nostálgica despedida). Entonces, y solo entonces, uno no puede dejar de sentir que valió la pena la lectura; que sí, que habría podido estar mucho mejor, que menos meandro y más vida psíquica de los personajes revelada en su cotidianidad habría estado de lujo. Quedan, sin embargo, en el ambiente, el exotismo lírico de Durrell, su procaz intensidad y su descarada sensualidad. 
 El sentido de Justine 
Ahora bien, dejando de lado los aciertos y desaciertos, ¿cuál es la historia que nos cuenta Justine? Justine es la historia de dos flagrantes infidelidades: la de Justine hacia Nessim y la del narrador hacia Melissa, dos infidelidades que no se satisfacen en el amor, sino casi exclusivamente en el encuentro sexual. En este sentido, Justine retrata los desencuentros amorosos entre estos cuatro personajes: su frustración en el intento de amar y ser amados. Salvo Melissa (que encarna el ser menospreciado y manipulado), los otros tres intentan amar bajo una actitud egoísta y trágicamente vital que los lleva a caer sin salvación y sin remordimiento en la pena de la soledad y la melancolía. Devorados por sus propias pasiones (y esto le pasa a la gran mayoría de personajes de la novela), en lugar de ofrecer resistencia a esa fuerza de atracción que los quiere romper contra el fondo de sus vidas, parecen más bien querer precipitar la caída o, cuando menos, dejarse llevar sin la menor resistencia (¿demasiada fidelidad a la pasión de vivir?).
En efecto, si no fuera porque la mayoría de sus personajes se precipitan en el vacío de la voluptuosidad ―porque también está la entrega ciega, aunque disoluta de Melissa― para huir de sí mismos e incluso autodestruirse antes que hacer el esfuerzo de construir una vida promedio pero agradable, Justine no pasaría de ser una vulgar historia de amantes. La obra es, en todo caso, una serie de interrelaciones de vidas vividas al extremo, que a veces parecieran no ser más que un puro pretexto para mostrar la opalina y tornasolada brillantez de una ciudad devoradora, caprichosa y misteriosa ―Alejandría― que ―como Justine― es, a su vez, una ciudad vejada, bella y sensible (beldad-monstruo) que ya no puede dar, como hubiera querido, lo mejor de sí misma, pero que entiende que tampoco puede vivir sin dar algo de sí para los demás.
Justine puede ser vista también como el reflejo de la complejidad de los sentimientos más bien amargos que embargaron el ambiente social y político de entreguerras: la fe perdida en las acciones de los hombres, un voluble grado de insensibilidad, un dejarse vivir o morir (bajo el manto de un autodestructivo vitalismo) en el propio cieno egoísta de lujuria, de celibato, de capricho, de entrega o de angustia; todo ello, junto a la triste resignación de tratar de ayudar en algo a los demás, de buscar en el último momento la justicia y la fe ―así sea de forma mediocre― o de encontrar alguna ristra de amor fraterno y de comprensión hacia el otro.
Cierre
Quizá el mayor acierto de Durrell ―que conforma, a su vez, el gran atractivo de Justine y quizá de todo El cuarteto está en su capacidad para representar una gran convulsión de contrariedades emocionales vividas por unos personajes inciertos bajo la envoltura de una elocuente y seductora exoticidad, de un bello lirismo y una ardiente sensualidad, en un deliberado intento de efectismo literario. Su escritura es indudablemente una proeza, aunque la realidad del resultado no alcance la profundidad que él seguramente haya anhelado.
La obra, en todo caso, resulta memorable por la intensidad que proyectan las relaciones entre los personajes y por el esfuerzo narrativo que le da origen a escenas de impresionante belleza. Una lástima que sus personajes (aunque bien perfilados) se muestren como arrastrados por las vidas que les toca representar, atados al tenaz arbitrio de un autor que no les permite respirar con su propio aliento, lo cual convierte la experiencia de la lectura en el prolongado paladeo de un fruto aguanoso.
 Justine es una novela indudablemente capaz de generar estremecimiento, dotada de un gran poder de absorción hacia el lector; pero sus faltas la empañan lo suficiente como para condenarla al umbral de la casa de las obras imprescindibles. Tristemente no será un clásico jamás, pero sin lugar a dudas es una novela de culto.
Resumen del argumento
En términos pedestres, Justine es la historia de un escritor fracasado que se ha ido a una isla del Mediterráneo con la hija de Melissa, una de sus últimas parejas, para reconstruir por escrito sus últimos años vividos en Alejandría, años en los que vivió el apasionamiento por Justine y una especie de amor compasivo por Melissa.
Justine es presentada como una mujer de misteriosos y complejos sentimientos, que no logra realizarse en el amor de pareja, sino que está siempre buscándole mayor complejidad a las relaciones y convirtiéndolas en una tortura. Es una mujer desesperadamente entregada a la promiscuidad y a la infidelidad sin obtener un goce sentimental de ello, de modo que no halla reposo emocional y afectivo en ninguna parte. Tuvo una infancia llena de pobreza y abusos. Fue violada y tuvo una hijita que le fue arrebatada y que probablemente llegó a ser víctima de una red de proxenetas. Ese pasado de vejaciones y de frustraciones afectivas es la razón de sus comportamientos posteriores y de su incapacidad para enamorarse.
 Melissa es una prostituta más bien frágil, abandonada, maltratada, ultrajada por borrachos y sometida monetariamente por un peletero (Cohen) que, en todo caso, está enamorado de ella. Ella sufre de tisis, y el narrador está enamorado tanto de ella como de Justine, y con ambas las relaciones son difíciles. 
Otro personaje importante es Nessim, quien está perdidamente enamorado de Justine y sufre el dolor, no solo de no ser amado de manera corriente por ella, sino de ser traicionado por un personaje cercano que en principio fue muy amigo, el narrador. 
Tal es el cuarteto principal de personajes en torno a quienes se desarrolla la novela (el narrador, Justine, Melissa y Nessim) y deambulan otros llamativos personajes. La historia se centra en cómo conoce el narrador a estos tres personajes, cómo recuerda las relaciones que se tejieron entre ellos y en cómo se va enredando sentimental y sexualmente con Justine (de quien obtiene más información por una novela que sobre ella escribió Arnauti, uno de sus anteriores amantes), sin lograr hallar un equilibrio emocional con ella, pero sin poder tampoco abandonarla. Por el contrario, su relación se va haciendo cada vez más intensa y más descarada para con Nessim, quien ha llegado al punto de querer matarlos e insinuarles este designio.
Justo cuando llega el momento de una cacería de temporada, situación propicia para que Nessim lleve a cabo su propósito, quien resulta asesinado es Capodistria, el violador de Justine (común amigo de todos los personajes). Aunque no es completamente claro si es Justine o Nessim, quien mata a Capodistria. Después de esto, Justine se escapa a un refugio o kibutz en el que dedica su vida a cultivar y a asistir a otros. De esto se entera el narrador por una carta que le comparte Clea (una pintora solitaria, también amiga de todos), mientras le confiesa al narrador que Justine ha sido en su vida la única pareja con la que logró en el pasado consumar el amor. 
Nessim ha salido ocasionalmente con Melissa y la deja embarazada. Ella muere después de haber dado a luz a una bebé de la que Nessim no quiere saber nada. El narrador se encarga de dicha bebé. 

sábado, 19 de septiembre de 2015

Opio en las nubes (Rafael Chaparro Madiedo, 1991)

(Género: estampas de ciudad)


Fumando el opio
La gran expectativa con la cual se inicia la lectura de Opio en las nubes se va diluyendo tramo a tramo en la paciencia y la modorra en las que termina uno por instalarse para poder remar hacia adelante en una obra que no quiere llevar al lector hacia ninguna parte y que, finalmente, se desvanece en el aire como una espesa bocanada de humo.
La obra empieza bien y parece continuar bien hasta más o menos la mitad, pero entonces el artificio de su construcción se desgasta, se desvencija, y todo se hace repetitivo, predecible y aburrido. No todo está echado a perder: de vez en cuando la lectura se torna atractiva y colorida gracias a los relámpagos de energía narrativa o de sulfuro poético en los que Chaparro muestra sus habilidades, pero definitivamente es evidente que el esfuerzo se queda en eso, en un esfuerzo que no logra florecer debidamente hasta madurar en un fruto más vigoroso, más profundo.
No voy a negar que el librito logra entusiasmarlo a uno, que le arranca con fresco desenfado una que otra sonrisa, que sabe inyectar sus cuotas de nostalgia de cosas vividas y no vividas en la adolescencia y en la temprana adultez, que cuenta con un par de instantáneas efervescentes y que está taquiada de metáforas achispadas; pero el autor definitivamente se pasa de confianza con la tozudez de una voz afanada y sorda, tan concentrada en sí misma que ―en lugar de haberse detenido a tiempo para organizar el asunto― termina por empalagar y cansar (que es lo que consigue quien habla mucho y dice poco).
¿De qué trata Opio en las nubes?
Opio en las nubes no es una novela; es acaso el borrador de una novela escrita en clave de monólogo frenético y disperso: una serie de papeles sueltos (estampas) en las que aparecen pintados momentos de la vida de tres personajes femeninos (Amarilla, Marciana y Régine), cuatro personajes masculinos (Sven, Gary Gilmour, Max y Alain) y dos gatos (Pink Tomate y Lerner). Un puñado de microhistorias o anécdotas ebrias, trasnochadas y díscolas de seres marginales, descontentos y en ejecución de una vida pretendidamente loca y atigrada como recurso supuestamente contestatario ante la aburrida y pastosa rutina del común de los mortales que todos los días madruga, se baña (si hay agua) y se va a trabajar. Como si la vida nocturna, callejera, lumpen y marginal no fuera una de las formas más sosas y banales del aburrimiento.
Opio no es una novela sino un centón de retazos: cortos, pequeñas prosas poéticas con estribillos trip trip trip, qué cosa tan seria, tinto negro, te vi perro, etc., etc., que el autor usa como pegamento para rellenar fisuras (verbales, estructurales, entre frases o párrafos, y emocionales en los meandros de los soliloquios de los personajes o del narrador). Opio no es una novela porque las situaciones son demasiado fugaces e inconexas (no hay una historia vigorosa y memorable), y dentro de tales situaciones, la evolución, el desarrollo, el crecimiento o el detrimento de los personajes es infinitesimal: tan pronto comienzan, tan pronto se presentan, la novela se acaba. No hay un desarrollo psicológico de estos; de su vida apenas se colige que la vida es una mierda y que hay que beber y enamorarse y salir corriendo y hacer locuras por la locura misma (ni siquiera por superar la locura que es el sistema).
Comienzan en la demencia de vivir o morir intensamente, para terminar casi de inmediato un poco retirados de su comercio con la vida loca que han enarbolado, un poco entregados a la muerte repentina, a la soledad anónima, a la locura anodina y al destino vacío de una ciudad caprichosamente derruida y en llamas. Pero no hay construcción de personajes en el sentido redondo de la expresión, simplemente un día están tirando en un baño en medio de una intoxicación, y a la página siguiente están muriendo en una explosión de drogas o huyendo en un barquito hacia ninguna parte determinada. Los personajes, así, terminan por ser un pretexto para las divagaciones de la voz que parece ser el único protagonista de la historia.
En efecto, es tal el embale del narrador, que este no se da cuenta que cuando habla en primera persona Sven, Gary Gilmour o Alain no hay lugar a un cambio de registro: la voz no respeta la identidad de los personajes, los deja en un segundo plano, los menosprecia y abandona. Todos los personajes hablan igual, todos son devorados y aplastados por el afán vocinglero del narrador.
Por supuesto que lo que más le interesa a Opio es adoptar la postura de mostrarse bien lejos de la novelita recién afeitada, de cabello limpio y bien peinado con recatada sonrisa y seriedad garantizada. La postura de Opio es la de uñas y dientes con tufo y olores corporales acumulados en densas gotas de sudor de resaca. Es, más que la niña, la perra desobediente y que gruñe ante lo establecido como políticamente correcto, pero que le es fiel a su jauría y a su terquedad juvenil. Eso lo logra y eso es lo que ha hecho que se venda y se lea bastante.
En este sentido la obra es una antinovela, que se aleja tanto del canon, que queda al margen de un buen producto de calidad literaria: un remedo de novela, un balido quejumbroso que, de pronto, habría podido ser un potente rugido.
¿Qué significa la obra?
Para mí significa un pequeño y florido fracaso literario, que difícilmente llegará a conocer algún éxito fuera del ámbito local, pero que embriaga de manera facilonga a sus desprevenidos fans que la han encumbrado gracias a un restringido o precoz espectro de placeres literarios. Fracaso porque deja a los lectores con las manos vacías, los deja esperando algo que no se da. Y florido en dos sentidos: por una parte, su escritura muestra potencia verbal (juegos de palabras, reiteraciones, metáforas, estribillos de canciones, etc.), y, por otra, ha sido ampliamente leída y alabada porque no es exigente para con los lectores y porque reviste forma de novela, de literatura, de Libro (que es una construcción cultural importante) que transgrede los tabús sociales totemizados por nuestra cultura: los olores corporales, el sexo fugaz, la pornografía, la prostitución, las adicciones, el rock, el hospital psiquiátrico.
En Colombia ―aunque mejor lo ha dicho Darío RodríguezOpio en las nubes se ha convertido en el reflejo soñado, en el “canto épico” de un sector social (la clase media-alta y media) de un par de generaciones que se descubrió urbana (recién parida de un mundo rural y agrario a un mundo urbano y abierto a un cosmopolitismo aún en ciernes) y que se sorprendió ejerciendo una ciudadanía con un paso más allá del sombrero, la ruana, la corbata y la música de cafetín con la que se habían hecho hombres sus padres y sus abuelos. Y tal canto ―en dicho núcleo social, y en otros que se le han venido inscribiendo― es un canto auténtico de odio al sistema establecido, es la expresión de contracultura en la que tales generaciones encuentran una voz que las representa y que les ayuda a sentirse menos provincianos y pacatos en una sociedad que todavía no ha logrado mirarse a los ojos sin ropa y no sentir que la desvergüenza está por todas partes; pero es un canto literariamente trunco.
Lo bueno
Lo que tiene de bueno el Opio es la voz y la actitud de la voz, su fuerza emotiva que sabe despertar sensaciones. Tiene poder su chisporroteo de alegrías amargas, de enérgicos desmanes libertarios en busca de burlar las absurdas aburriciones del sistema, de vitalidad infantil y rastrera y rayana en la locura, su chisporroteo de poesía tierna, cruel y desenfadada, sus cuotas de nocturno alegato adolescente y sus cuotas gordas de apego a una época vivida en una Bogotá mitad real mitad alucinada pero siempre salpicada de rock, drogas y alcohol de finales de los ochenta e inicios de los noventa. Tiene, digámoslo así, personalidad: una personalidad que se quiere urbana, irreverente, marginal, poética y tierna; una personalidad que se define por estar empapada en alcohol, en sudor, en inmadurez, en sexo callejero, en el descomplique de andar sin rumbo por una ciudad sin rumbo y pretender enamorarse sin rumbo, al amparo de la música y el estribillo lumpen-poético.
Lo maluco
Lo maluco es que se queda en eso, en la mera voz, y pierde el equilibrio con eso que se disfruta a intervalos en la lectura, para caer en la acumulación de situaciones deshilvanadas y caprichosamente enhebradas por la monótona voz del narrador que termina por tener el efecto de una letanía inveterada que vuelve aguanosa y desteñida la obra: lo que le da brillo la opaca. Y la opaca porque no admite evolución literaria, sino que termina convertida en un cúmulo de incongruencias retóricas que la tornan ligera, tonta, aburrida, insípida y en más de un momento hasta ridícula.
Conclusión
Yo pienso que Opio es el boceto de lo que pudo haber sido una gran novela. Así como nos tocó conocerla es apenas una colección de flores acomodadas con premura en un cajón desbarajustado.
El máximo valor de Opio es que rebosa de ganas de mandarlo todo a la mierda. El gran defecto es que la monotonía de la voz, al cabo, termina por parecerse a un lector computarizado de PDF, trip trip trip. Es un monólogo que les pasa por encima a todos los personajes negándoles la identidad.
Opio, en todo caso, es un arrume de hojas sueltas como son las hojas sueltas de los días, en especial de los días empañados de alcohol y soledad y angustia existencial y hastío y obsecración y sexo y delirio y poesía, y por eso se ha convertido fácilmente en credo para jóvenes desprevenidos. Pero a Opio le falta trascendencia, se queda en ese mascar el mismo chicle como quien reza un gangoso credo y se reniega a dar un paso más allá, por eso la novela termina en nada. En un silencio repentino, en un diario baladí (el de Alain) y en la despedida inocua de los amantes bajo el telón de una ciudad en guerra, en el total acabose sin contexto, sin asidero y, al cabo, sin mayores consecuencias.
Coda editorial
La edición que llegó a mis manos es la de la Editorial Babilonia con copyright de 2002. Con una encuadernación de calidad (cosida y pegada al lomo), pero con un papel de demasiado gramaje, el libro, como objeto, resulta demasiado duro para su manipulación. Es incómodo tenerlo entre manos mientras se lee. Además, la diagramación es defectuosa: con renglones que brincan y líneas encalaveradas. La materialidad de la edición tiene buenas intenciones, pero tiene buenos defectos.
Pero el mayor esperpento de la edición es el prólogo insufrible de Fabio Rubiano, que supera con creces la novela en su calidad de vacío. No aporta elementos para la lectura, no enriquece la experiencia de los lectores, en fin, parece que la obra le importa un pito y que no sabe desde dónde abordarla. Se limita a decir perogrulladas sobre sus personajes y el espacio. Quizás lo único auténtico (tristemente auténtico) del prologuista es que se inclina en la desvergüenza de confesar que una de las motivaciones que lo llevó a realizar la adaptación para teatro de Opio en las nubes era poderle ver las tetas a una de las actrices....(Qué cosa tan seria).