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(Género: Bildungsroman invertido o trunco; expresionismo británico de
entreguerras)
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El mar moldea. El mar enseña.
El Chico
El golpe de gracia
Leer El
chico es una experiencia estremecedora. Las circunstancias allí narradas
por Hanley producen una sensación de dolor que se prolonga ―e incluso se acentúa―
más allá de la última página. En buena medida, el lector padece ―como el chico,
como Arthur Fearon― ese continuado y brutal resquebrajamiento de la inocencia,
porque no se imagina nunca que la historia que se abre en la primera página con
la anécdota casi pintoresca del chico distraído en clase, amenazado y humillado
por su recio profesor, sea apenas la boca del túnel que conduce al más oscuro universo
de desprecio e indolencia por la infancia; un desprecio y una indolencia que no
conocerán la saciedad hasta lograr sepultar el tierno candor y el instinto de
supervivencia del chico en el sobrecogedor mar del olvido y la indiferencia.
De hecho, en medio de la gradación golpe-a-golpe
con la que el chico va siendo sumergido en las tinieblas a lo largo de la
narración, el lector permanece atento al “giro de tuerca” que enderece o alivie
de algún modo la vida de Arthur ―algo que signifique cuando menos un pequeño
triunfo, un liviano homenaje a las grietas de esperanza por él forjadas para
seguir a delante―; pero dicho giro no llega nunca, al menos no en la forma
esperada, sino como un torque chirriante hacia la tufarada de muerte con la que
se cierra la novela.
Semejante golpe de dolor se queda retumbando con
mayor fuerza en la mente del lector, cuando este se percata de que la muerte de
Arthur Fearon no ha significado prácticamente nada para quienes lo conocieron:
incluso para sus padres y para el capitán del barco (los primeros ligados a él
por la consanguineidad primigenia y el segundo, cercano por un cierto aire de
buen sentido y unas ristras más de educación y visión que el resto de la
tripulación del Hernian) Arthur
Fearon no ha representado otra cosa que el colmo de la inutilidad y la tontería
en mundo marcado por el utilitarismo y la gravosa explotación. A lo sumo, el recuerdo
más importante de Fearon para ellos y para los marinos que lo acompañaron es el
de la torpeza y la incapacidad del chico para incorporarse a los suplicios
laborales del mundo adulto: a nadie le interesa su “pequeña” tragedia, nadie lo
recordará como persona, con cariño; nadie, de quienes lo tuvieron cerca,
reflexionará sobre su destino.
La denuncia y la potencia
¿Qué se propone Hanley con semejante torque de
gracia? Más que los rigores del proletariado, a Hanley parece interesarle
mostrar los extremos de indolencia alcanzados por la deshumanización instalada como
“normalidad” por el culmen de la industrialización del Imperio británico, en el
que el mar estaba harto lejos de significar un escape para los sectores menos
favorecidos. El chico, en este sentido, conforma una denuncia,
no del maltrato infantil ni del maltrato laboral de la época, sino de una
sociedad insensibilizada, nublada, aletargada por la desprotección de un Imperio
enceguecido por el brillo de sus arcas y el enorme poderío territorial
alcanzado por el Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial.
Existen, en mi opinión, cuatro potentes válvulas
que hacen que El chico navegue por la
mente de quien lee con toda su potencia literaria: la indiferencia por el
lector, la sobriedad de su prosa, el efecto de acumulación y la sexualidad pálida.
La primera de ellas es la pretensión de indiferencia de la obra para con el
lector: en ningún momento se percibe la intención de conmoverlo o de despertarle
algún tipo de compasión con escenas hechas. Hanley simplemente deja que sea la
historia la que hable por sí misma, con la más completa frialdad, sin poner
énfasis en el poder expresivo con el que habría podido exceder las escenas. Son
estas como tal, y no su efecto, lo que le interesa transmitir al narrador. No
hay, en consecuencia, pasajes inútiles ni forzados.
La segunda fuente de energía literaria es que
Hanley no se propone ningún efectismo lírico, no hay lugar a florituras,
prolongaciones, retruécanos descriptivos u otro artificio de lucimiento para
vanidad del autor. Una vez más, lo único que le preocupa a Hanley es contar de
manera limpia y efectiva la historia de Arthur Fearon: la historia de un chico
de trece años condenado a paladear en la ciudad portuaria de Liverpool y abordo
del vapor Hernian ―como lo hicieron cientos
de miles de niños en la boyante e industrializada Inglaterra victoriana y
posvictoriana― las mieles amargas de la explotación y el abuso infantil.
El tercer recurso (que es el que dota de mayor
contundencia a la historia) es el de la acumulación de desgracias hasta llegar
al torque de gracia final. Cada una de las situaciones por las que va
atravesando Arthur está destinada a incrementar el azote de la indiferencia y la
presión desmesuradas sobre un infante que se esfuerza infructuosamente por dar
lo mejor de sí. A cada situación desagradable o intolerable se sobrepone otra igual
o peor, de manera tal que con cada paso que Arthur intenta dar fuera, se hunde
más en la sentina de una existencia miserable; y aunque logra entrever que
existe una luz afuera (como el momento en que les escribe una carta llena de
buenos proyectos a sus padres), nunca logra siquiera llegar a rozarla con la
punta de los dedos. Por el contrario, el chico está casi siempre lidiando con
mierda ―en sentido literal o figurado―, con excremento, con la suciedad generada
por otros: en la sentina real de su primer trabajo, limpiando los baños del Hernian, limpiando la mierda de debajo
de la cama de uno de los marineros y recibiendo la suciedad de otros en plena
cara (como cuando Donagan, en el prostíbulo, quiere que vuelva en sí y le
arroja orines en la cara creyendo que es agua; o cuando en su segunda ida al
burdel, la prostituta lo arroja “escaleras abajo entre la basura y la
porquería”).
La historia de El chico es, por tanto, la historia de la lucha ardorosa (y en
última instancia, desesperada) de la inocencia y del instinto de supervivencia contra
oscuros poderes superiores, brutales e indiferentes. El desprecio y la
humillación a las que Arthur Fearon es sometido por casi toda la tripulación terminan
en los delirios febriles del aislamiento y en el titánico pero inútil esfuerzo
para ganarse un lugar entre los integrantes de dicha tripulación (“un lugar en
el mundo”). En medio de la cascada de maltratos físicos y verbales, en más de
una ocasión, el chico se pregunta qué debe hacer, por qué lo tratan de modo
semejante, y, ante la imposibilidad de una respuesta, tristemente lo reconforta
la idea de que cualquier cosa será mejor que estar bajo el yugo de su bestial
padre. Paradójicamente, la única vía de escape en la que llega a convertirse el
Hernian es, al cabo, el descenso
hacia la suma desgracia y el máximo horror: la muerte por sífilis infantil. Después
de todo, el “lugar en el mundo” que Arthur Fearon logra conquistar es el reino
de las tinieblas: la muerte.
La maestría de Hanley, en El chico, consiste justamente en no dejarse apresar como autor por
la intensidad dramática de lo que cuenta ni procurar hacer con ello lirismo
alguno. Esa conexión respetuosa del autor con lo contado es lo que le permite a
Hanley conducir una narración sin concesiones para el lector, sin guiños ―y, en
todo caso, sin rebajarse a la indecencia―, dejando descender las situaciones
siempre un peldaño más abajo de lo que cabe esperar y sin transmitir con ello
sensación alguna de falseamiento. Su tácita premisa como escritor es que la
realidad representada se basta a sí misma para llevar al lector por el sendero
del horror, de manera que consigue dar la impresión de que él, como autor, no
tiene que esforzarse en intensificar nada.
El cuarto elemento potenciador de la intensidad
dramática de la historia ―que se añade de manera prodigiosa al efecto de
acumulación― está en la habilidad de Hanley para componer escenas en las que la
sexualidad actúa como un monstruo mudable y sagaz, hambriento e implacable,
cuya ponzoña se levanta sobre Arthur en el momento menos esperado, unas veces
desde fuera y, otras, desde su propio interior. La presencia de la sexualidad
florece en la novela como un siniestro leviatán que extiende sus tentáculos
sobre Arthur, primero, como semilla en la forma del camarero que, apenas lo
rescata de las garras de la muerte, lo intenta tocar echándosele encima;
después, en la figura del cocinero, que también intenta desnudarlo y abusar de
él; y más adelante, sin límite alguno, en los burdeles de Alejandría, en medio
de un ambiente casi surreal de danzas nudistas propiciatorias, acompañadas del
repiquetear de tambor de una vieja acuclillada, junto al sugestivo llamado del
monstruo (“¡Ah! ¡Negrito! ¡Negrito!”) y el pestilente humo del tabaco, todo
aquello al cobijo de una iluminación deficiente cuyo brillo opalino enardece
las pupilas de los hombres y las mujeres allí congregados.
La sexualidad pálida (o sexualidad no deseada o
por obligación) se erige, entonces, como poderosa angustia, con un aliento de
un terror similar a aquel engendrado por una situación en la que se presiente
la muerte. La sexualidad-muerte se desnuda sobre Fearon para revelársele como
un delirio de terror:
El rostro
sonriente de la chica quedó borrado. En su lugar vio una especie de espectro, a
veces rojo, a veces blanco. Gimió. La habitación daba vueltas. A los lados de
la cama se alzaban figuras grotescas, sin ojos, y sus facciones llevaban
grabada una mueca idiota, necia y vacía. Corrían hacia él, retrocedían y
volvían a acercarse. La cama se levantaba y caía como una ola gigantesca, y el
sonido era nuevo. No era un crujido sino un siseo. El techo parecía descender
sobre él, amenazando con aplastarlo. Fearon calló rodando de la cama. Donagan
se inclinó sobre él. Entonces vio las manos apretadas, la saliva que se formaba
en la boca y la espuma blanca que colgaba desde su boca hasta el suelo. Donagan
se asustó, y el temor le provocó una súbita ira.
Después de semejante choque con una experiencia
para la que no estaba preparado (y, para colmo, en el más sórdido de los
ambientes), Fearon se convertirá en la burla de los marineros. La sexualidad,
entonces, lo ha herido doblemente: con una penetración precoz y ultrajante en
su vida psíquica y fisiológica, y con una bofetada en su orgullo por ser, ante
los marineros, el chico que convulsionó en su primer encuentro con una
prostituta. Su soledad y su espíritu de lucha le tienden la celada que lo
obligará a buscar una segunda oportunidad en los burdeles portuarios de
Alejandría. Una vez más, la experiencia de la sexualidad ―que debería encarnar
uno de los máximos placeres― se tornará en Fearon, desde su propio deseo, en un
alucinado y borrascoso paso por el arco de la cosificación, la fetidez y la
ignominia: otra de las formas de no ser reconocido como ni tratado con la
dignidad de una persona.
La novela embudo
Las vivencias de Arthur Fearon constituyen,
entonces, experiencias atroces que se acumulan hasta un éxtasis de horror final.
El chico es, en este sentido, una
narración-embudo, cuyos sucesos se tragan a su personaje principal (y al lector)
sin el menor resquicio de recuperación. Esa pronunciación de la curva de
sucesos hacia el fondo de lo oscuro encarna una suerte de expresionismo, como
forma adquirida por una Bildungsroman invertida: la “formación” por la que
atraviesa el personaje principal es tan solo un tortuoso paso hacia la muerte,
hacia el fin, hacia un desastre insuperable, que solo resulta provechoso para
el lector atento y sensible. Se comprende, entonces, que la censura haya caído
con todo su peso sobre la obra para cuando fue publicada por primera vez. La
típica doble moral victoriana no quería ver su reflejo esperpéntico en
semejante espejo. Inglaterra sería todo para los británicos menos eso. Por esta
razón ―advierte Anthony Burgess en el prólogo de El chico―, Hanley ha sido condenado al olvido en su país.
No obstante, El
chico sigue ahí con el dedo en la llaga, como la más pura expresión
literaria del espanto que una y otra vez se sigue perpetrando (mucho más allá,
en el tiempo y en el espacio, de la Inglaterra posvictoriana) gracias a la
ignominia real de las naciones y de los hombres que las habitan: hace tan solo
un par de días, cerca de las diez de la noche, frente a la Iglesia de Las
Nieves en la cuidad de Bogotá, vi un niño de no más de diez años reclinado junto
a un bolardo, recogido sobre sí mismo en convulsión incesante de llanto,
perdido y hundido en su dolor tras alguna infamia ocasionada muy seguramente
por un adulto; lloraba en medio del vórtice frío e indiferente de una ciudad
infernal, en uno de sus lugares más peligrosos y desagradables, tirado en el
piso, en medio de la suciedad, solo en medio de un mar de gente que pasaba
indiferente; hoy a casi cien años después de que James Hanley publicara El chico.