viernes, 23 de octubre de 2015

Justine (Lawrence Durrell, 1957)

(Género: novela de culto / drama sensual y lírico)
He leído Justine, y aunque ha sido una experiencia interesante —porque además he logrado satisfacer una ya vieja y prolongada curiosidad—, no considero probable que llegue a leer los tres volúmenes restantes de El cuarteto de Alejandría. Quisiera creer ―como lo afirma Borges― que Durrell está en la lista de autores que, en mi caso, no son para uno, pero temo que hay desconciertos que van más allá del catálogo de las preferencias personales. Las razones por las cuales me ha quedado más un desencanto que un verdadero gusto hacia esta obra de Durrell se derivan de ciertos fallos instrumentales de Justine que me parece que malogran la experiencia de su lectura, experiencia de la cual dejo constancia en las líneas siguientes. 
Las sinuosas caricias de Justine (la lectura)
Lo más loable de Justine son las bellas descripciones de Alejandría, la efectiva narración de las distintas situaciones en las que se ven envueltos los personajes y el establecimiento del perfil de cada uno de ellos. Su lectura depara, en este sentido, el disfrute de gratos momentos líricos, de penetrantes instancias dramáticas y de escenas deslumbrantes de espanto o de belleza.
Un importante atractivo de la novela es la intensidad emocional que embriaga las vidas de los personajes, quienes viven en el extremo de sus pasiones y proyectan un contagioso vitalismo envuelto en un halo de constante melancolía. Otra de las características que logra hacerla llamativa es la técnica de narración no lineal en el tiempo, en la que se van entregando detalles fundamentales para la trama de manera sorpresiva y como al descuido (aunque Durrell termina por forzar demasiado el uso de este recurso, con un par de postergaciones innecesariamente extendidas).
En términos psicológicos, la novela tiene un gran poder de seducción, porque de ella se desprende todo el tiempo un elegante olor a labios, a piel, a sexo, a licor, a flores exóticas, a infidelidad, a fino polvo de oro, a voluptuosidad y a resaca; todo ello entremezclado de manera natural con elementos que incrementan la sensación de trascendencia que quiere transmitir la novela: elementos como la mezquindad, el dolor, la soledad, el hastío, la angustia, la pobreza y la vulgaridad de gente de la calle.
Tal es el aparato retórico con el que Justine consigue encantar a sus lectores (yo entre ellos), pero por debajo de esa fastuosa capa de brillantes, la novela adolece de un par de problemas insuperables. El más gravoso de ellos es la ausencia de un personaje principal fuerte, que se desarrolle, que madure, que se inflame con la contradicción de la cual es presa y que dé pie a la introspección. No hay un héroe (o antihéroe) cuyo peso bascule el torbellino de pasiones y relaciones cruzadas en el que se ven envueltos los personajes. Se diría que la figura principal podría estar entre el narrador o Justine, pero en ninguno de los dos la novela profundiza lo suficiente como para corporizar el drama que cada uno vive y escudriñar en el trasfondo del dolor y la desazón que los acosa.
¿Qué puede hacer un lector sin tener un personaje del cual enamorarse; abandonado, apenas, a los avatares de un grupo de personajes que no se deciden a crecer, sino que permanecen sujetos al tirano capricho de un autor que los usa para el beneficio solo de una historia de tintes amarillos con pose trascendental? Le toca entregarse al puro entretenimiento de gozar estéticamente de los pasajes y fantasear con la profundidad del drama que viven los personajes. Y como no hay personajes fuertes o dotados de un verdadero peso literario y humano, toda la energía queda depositada en la trama y en el dibujo de los personajes, lo cual da lugar a un segundo inconveniente: hechos y personajes se sienten sobreactuados, falsos, posudos, reforzados y, finalmente, huecos, inverosímiles.
¿Cómo sentirse acompañado por sombras que no se concretan ni superan un statu quo que no hace más que rodar en un carrusel de actos contradictorios y desprovistos de alma? Esta infidelidad al personaje, este elegante morbo por la mera historieta, por el puro hecho pasional recamado de veleidades poéticas y fingidos espasmos artísticos o intelectuales, es sufrido por todos los personajes que intervienen en Justine. Es por esto que a pesar de su planteamiento como una novela atractiva y punzante, efervescente de pasión, de calamidad y de belleza poética, Justine (al margen del tremendo experimento literario del que forma parte) se propone demasiado pero logra poco: se deja ahogar en su propia vanidad novelesca. En el juego que le ofrece al lector ―ese convulsivo laberinto de fogosidades, compuesto por diversos pasajes de lograda belleza literaria―, la novela acaba por encandilarse a sí misma, porque no logra revelar la profundidad vital del drama humano que se aloja en el corazón de los personajes.
Finalmente, además de la falta de fuerza de estos últimos, del fingimiento y la dudosa verosimilitud de ciertos acontecimientos, a mitad del libro ―más o menos en la tercera parte―, la novela se enfría, las inquietantes delicias de la trama se estancan, el camino se pierde en circunnavegaciones que, además, jamás se resuelven en Justine: los delirios históricos de Nessim, el trabajo del narrador como informante del servicio secreto y la presentación de Scobie (que es magistral en términos retóricos, pero cuyo valor para la trama, como el de los demás circunloquios, es inocuo). Tales interludios se convierten, entonces, en vados cenagosos a los que se sobrevive con fatiga gracias solo a la curiosidad de saber en qué puede terminar la sinuosa Justine. El resultado, por supuesto, es el de un sentimiento de frustrante superfluidad en la lectura.
En las últimas páginas, la novela intenta recuperar de manera tardía el encanto de su magia inicial, con la sorpresa de nuevas revelaciones sobre los personajes y con el anhelado cierre de la historia; a lo cual se suman las entusiastas pinceladas poéticas de los ‘Temas de trabajo’ (un apéndice juguetón que el autor inserta y que funciona a manera de alegre y nostálgica despedida). Entonces, y solo entonces, uno no puede dejar de sentir que valió la pena la lectura; que sí, que habría podido estar mucho mejor, que menos meandro y más vida psíquica de los personajes revelada en su cotidianidad habría estado de lujo. Quedan, sin embargo, en el ambiente, el exotismo lírico de Durrell, su procaz intensidad y su descarada sensualidad. 
 El sentido de Justine 
Ahora bien, dejando de lado los aciertos y desaciertos, ¿cuál es la historia que nos cuenta Justine? Justine es la historia de dos flagrantes infidelidades: la de Justine hacia Nessim y la del narrador hacia Melissa, dos infidelidades que no se satisfacen en el amor, sino casi exclusivamente en el encuentro sexual. En este sentido, Justine retrata los desencuentros amorosos entre estos cuatro personajes: su frustración en el intento de amar y ser amados. Salvo Melissa (que encarna el ser menospreciado y manipulado), los otros tres intentan amar bajo una actitud egoísta y trágicamente vital que los lleva a caer sin salvación y sin remordimiento en la pena de la soledad y la melancolía. Devorados por sus propias pasiones (y esto le pasa a la gran mayoría de personajes de la novela), en lugar de ofrecer resistencia a esa fuerza de atracción que los quiere romper contra el fondo de sus vidas, parecen más bien querer precipitar la caída o, cuando menos, dejarse llevar sin la menor resistencia (¿demasiada fidelidad a la pasión de vivir?).
En efecto, si no fuera porque la mayoría de sus personajes se precipitan en el vacío de la voluptuosidad ―porque también está la entrega ciega, aunque disoluta de Melissa― para huir de sí mismos e incluso autodestruirse antes que hacer el esfuerzo de construir una vida promedio pero agradable, Justine no pasaría de ser una vulgar historia de amantes. La obra es, en todo caso, una serie de interrelaciones de vidas vividas al extremo, que a veces parecieran no ser más que un puro pretexto para mostrar la opalina y tornasolada brillantez de una ciudad devoradora, caprichosa y misteriosa ―Alejandría― que ―como Justine― es, a su vez, una ciudad vejada, bella y sensible (beldad-monstruo) que ya no puede dar, como hubiera querido, lo mejor de sí misma, pero que entiende que tampoco puede vivir sin dar algo de sí para los demás.
Justine puede ser vista también como el reflejo de la complejidad de los sentimientos más bien amargos que embargaron el ambiente social y político de entreguerras: la fe perdida en las acciones de los hombres, un voluble grado de insensibilidad, un dejarse vivir o morir (bajo el manto de un autodestructivo vitalismo) en el propio cieno egoísta de lujuria, de celibato, de capricho, de entrega o de angustia; todo ello, junto a la triste resignación de tratar de ayudar en algo a los demás, de buscar en el último momento la justicia y la fe ―así sea de forma mediocre― o de encontrar alguna ristra de amor fraterno y de comprensión hacia el otro.
Cierre
Quizá el mayor acierto de Durrell ―que conforma, a su vez, el gran atractivo de Justine y quizá de todo El cuarteto está en su capacidad para representar una gran convulsión de contrariedades emocionales vividas por unos personajes inciertos bajo la envoltura de una elocuente y seductora exoticidad, de un bello lirismo y una ardiente sensualidad, en un deliberado intento de efectismo literario. Su escritura es indudablemente una proeza, aunque la realidad del resultado no alcance la profundidad que él seguramente haya anhelado.
La obra, en todo caso, resulta memorable por la intensidad que proyectan las relaciones entre los personajes y por el esfuerzo narrativo que le da origen a escenas de impresionante belleza. Una lástima que sus personajes (aunque bien perfilados) se muestren como arrastrados por las vidas que les toca representar, atados al tenaz arbitrio de un autor que no les permite respirar con su propio aliento, lo cual convierte la experiencia de la lectura en el prolongado paladeo de un fruto aguanoso.
 Justine es una novela indudablemente capaz de generar estremecimiento, dotada de un gran poder de absorción hacia el lector; pero sus faltas la empañan lo suficiente como para condenarla al umbral de la casa de las obras imprescindibles. Tristemente no será un clásico jamás, pero sin lugar a dudas es una novela de culto.
Resumen del argumento
En términos pedestres, Justine es la historia de un escritor fracasado que se ha ido a una isla del Mediterráneo con la hija de Melissa, una de sus últimas parejas, para reconstruir por escrito sus últimos años vividos en Alejandría, años en los que vivió el apasionamiento por Justine y una especie de amor compasivo por Melissa.
Justine es presentada como una mujer de misteriosos y complejos sentimientos, que no logra realizarse en el amor de pareja, sino que está siempre buscándole mayor complejidad a las relaciones y convirtiéndolas en una tortura. Es una mujer desesperadamente entregada a la promiscuidad y a la infidelidad sin obtener un goce sentimental de ello, de modo que no halla reposo emocional y afectivo en ninguna parte. Tuvo una infancia llena de pobreza y abusos. Fue violada y tuvo una hijita que le fue arrebatada y que probablemente llegó a ser víctima de una red de proxenetas. Ese pasado de vejaciones y de frustraciones afectivas es la razón de sus comportamientos posteriores y de su incapacidad para enamorarse.
 Melissa es una prostituta más bien frágil, abandonada, maltratada, ultrajada por borrachos y sometida monetariamente por un peletero (Cohen) que, en todo caso, está enamorado de ella. Ella sufre de tisis, y el narrador está enamorado tanto de ella como de Justine, y con ambas las relaciones son difíciles. 
Otro personaje importante es Nessim, quien está perdidamente enamorado de Justine y sufre el dolor, no solo de no ser amado de manera corriente por ella, sino de ser traicionado por un personaje cercano que en principio fue muy amigo, el narrador. 
Tal es el cuarteto principal de personajes en torno a quienes se desarrolla la novela (el narrador, Justine, Melissa y Nessim) y deambulan otros llamativos personajes. La historia se centra en cómo conoce el narrador a estos tres personajes, cómo recuerda las relaciones que se tejieron entre ellos y en cómo se va enredando sentimental y sexualmente con Justine (de quien obtiene más información por una novela que sobre ella escribió Arnauti, uno de sus anteriores amantes), sin lograr hallar un equilibrio emocional con ella, pero sin poder tampoco abandonarla. Por el contrario, su relación se va haciendo cada vez más intensa y más descarada para con Nessim, quien ha llegado al punto de querer matarlos e insinuarles este designio.
Justo cuando llega el momento de una cacería de temporada, situación propicia para que Nessim lleve a cabo su propósito, quien resulta asesinado es Capodistria, el violador de Justine (común amigo de todos los personajes). Aunque no es completamente claro si es Justine o Nessim, quien mata a Capodistria. Después de esto, Justine se escapa a un refugio o kibutz en el que dedica su vida a cultivar y a asistir a otros. De esto se entera el narrador por una carta que le comparte Clea (una pintora solitaria, también amiga de todos), mientras le confiesa al narrador que Justine ha sido en su vida la única pareja con la que logró en el pasado consumar el amor. 
Nessim ha salido ocasionalmente con Melissa y la deja embarazada. Ella muere después de haber dado a luz a una bebé de la que Nessim no quiere saber nada. El narrador se encarga de dicha bebé.